La maldición de Julia
(Noroeste argentino, Chaco salteño)
La
maldición de Julia es ser bonita para los hombres criollos. Muchas mujeres
wichís tienen una estampa hermosa y rostros bellos pero ella tiene la simetría
del estándar occidental. Todavía conserva la inocencia cuando mira de reojo o
se avergüenza ante una pregunta y su boca se contrae sutilmente. Tiene dos
hijos blancos, descendencia de la violencia sexual, de la intimidación
sistemática que no se puede comprobar en un tribunal. Ella también es hija de
la brutalidad; creció con la deforestación, con la transformación forzada de su
cultura, con la mutilación del porvenir transformado en un derrotismo
generacional. Ella sabe sobrevivir en la precariedad del humillado, se asume
inferior, sumisa y se sabe bonita ante quien la adula con comida u otro regalo.
No hay hombre que la escoja pero siempre es deseada.
A Julia le
falta mucho para llegar a los treinta años. Vive, junto a su hermana, en la
periferia de su comunidad. Ella es una excluida, sin derecho a compartir el
alimento de otros. Sólo puede tomar lo
que le otorga su marginalidad.
Pudo
conocer la capital de la provincia, pudo saber lo que era caminar en el asfalto
y experimentar el ruido y los olores de la modernidad. Arribó a Salta
acompañando a su hija menor, trasladada de emergencia para ser recuperada de
una desnutrición extrema. A la pequeña la rehabilitaron sin contexto; la
llenaron de nutrientes que ya no existen en el lugar donde inevitablemente
debía volver.
A Julia se
le acusa de abandono, de no querer alimentar a su descendencia, se le amenaza
con judicializarla, le dicen que debe ser una buena madre, se le recuerda constantemente
haber dejado a su hija recién nacida a un costado de su choza en un gesto de
amorosa eutanasia que nadie comprende.
Julia se
sienta en el suelo junto a su fogón con su hija prendida a su teta vacía. Mira
fijo, observa sin odio y comparte un silencio profundo que a la mayoría
desespera.
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