18.1.08

LITERADURA 7 - Cuento

Fotografía obtenida en Internet.

LA ALMACENERA, EL LECHERO Y UN CABALLO FELIZ
Edelmira producía ahogos a todos los que pasaran muy cerca de ella. Cuando su reflejo era absorbido por los vidrios de las mamparas aparecía la visión exacta de su cuerpo sólo inadvertido por ella misma. Su figura se reivindicaba en esas catedrales traslúcidas profanadas por el polvo del desierto y las miradas indiscretas de los que escrutaban desde los largos pasillos de las casas.
Desde temprano, el paso de las carretas rompía las delgadas costras arcillosas. Iban cargadas de durmientes, agua o con las mercaderías desembarcadas en los muelles. Eran descoordinados escarabajos de madera y hierro que se mecían entre las piedras y los hoyos.Edelmira tenía un pequeño puesto en la antigua calle Nuevo Mundo, en la esquina del Liceo de Niñas. Vendía verduras, azúcar rubia, huevos de parina, chancaca en bolsas de caña y charqui de burro. En las mañanas, al comienzo del verano, el almacén apenas se hacía notar entre los vapores de las cocinerías y la luz amarilla que se colaba entre los ángulos de los cerros.
Antes de las ocho de la mañana el sol recostaba su panza liza sobre los techos. Las liceanas —con sus rostros chatos y sus libros desteñidos— redoblaban el paso sobre la tierra de la calle Bolívar. Casi ajena a esa encrucijada de apuros, Edelmira salía a barrer su pequeña porción de suelo. En esos instantes, cuando el vaivén de la escoba apenas dejaba notar sus pantorrillas perfectas, el viento doblegado por los reflejos cobrizos de su cabello se quedaba haciendo coreografías con el polvo de la vereda Y los veleros apiñados en el fondo de la calle giraban imperceptiblemente para que sus mascarones supieran que su propia belleza también estaba en la tierra; en esa musa que hacía flamear su vestido recatado y su cara de mármol tibio sonreía con mesura ante la envidia de la cordillera cercana que añoraba la hermosura de sus pechos. En esos instantes el tiempo se enlentecía y un olor a frutas desconocidas hacía olvidar sus nombres a los que pasaban frente al puesto de abastos. Incluso más de una vez la señorita Lucila Alcayaga rompió su tránsito monótono hacia el Liceo de niñas y desde la comisura de sus ojos, por un instante, detuvo su desdicha de amanecer un día más en esta ciudad seca y embrutecida. 

 Edelmira era un espejismo de alegría que hacía la vida más placentera a los personajes de la esquina de Nuevo Mundo y Bolívar. Para Sotirio Tatanópulos era la fuerza que le permitía cargar su carreta con tachos abarrotados de leche como canastos olorosos de rosas ofrendadas a la princesa de caderas semejantes a duraznos rosados, de besos fantasiosos que debían tener el dulzor de las confituras de su recordada Naxos. 
El griego comenzaba sus faenas muy de mañana, dejándose llevar por su caballo sonámbulo hasta las lecherías en las afueras de la ciudad. Su cuerpo gigante se recortaba sobre la luz celeste de la madrugada formando el perfil perfecto de una gárgola; con sus brazos rectangulares y sus hombros de animal de carga. El griego soñaba con sentir las manos de Edelmira en sus mejillas ásperas, se ensimismaba en sus pensamientos de amores perfumados mientras avanzaba por los adoquines con su carreta que olía a vinagre y a quesos inverosímiles. Un poco después de las nueve de la mañana, casi al terminar su reparto, Sotirio llegaba hasta el almacén de su enamorada con el corazón a punto de salírsele por el ombligo. Se bajaba de la carreta con ademanes de indiferencia pero miraba de reojo con la esperanza de que ella lo observara. Agarraba las orejas de las tinajas con fuerza y rapidez, mostraba su rutina de hombre trabajador, lucía sus gestos de fortaleza. Edelmira lo recibía seria y amable, le indica con frases cortas donde quería que le dejara las jarras con leche. Sotirio no se atrevía a pronunciar ninguna palabra que no fueran las que siempre se utilizaban en ese rito comercial que se prolongaba por más de un año; ni pensar en un piropo o algún monosílabo irreverente. El griego siempre prolongaba sus visitas comprándole cosas inútiles que Edelmira atendía tan eficiente como el expendio que realizaba el griego con la leche. Ya no recordaba cuántos días iguales habían pasado pero su amor era incondicional, ciego y terco. Se preguntaba cómo darle un regalo, una señal de respiro, una expiración de la angustia. Edelmira no sonreía ni expresaba dolor, ordenaba constantemente sus pocos productos con reverencia y suavidad absoluta.
—Deme, por favor, zanahorias, quiero comprar zanahorias— repetía Sotirio con su acento mediterráneo.
—Elíjalas usted, si no es molestia— le contestaba Edelmira mientras ordenaba algunas cajas de fósforos.
El griego tomaba unos atados y se los entregaba en las manos, ese segundo era el único contacto entre ellos, presionaba sus labios y trataba de crear algún conjuro para que sus ímpetus inocentes pudieran multiplicarse a través de ese puente de color a tarde para que ella sintiera
Su amor infranqueable.
Como siempre, después de pagar, ponía la mercadería en su carreta para luego, sólo algunas cuadras más allá, darle las hortalizas al caballo y cambiar, de vez en cuando, algunos alimentos por tabaco o alguna piedra
de asentar.
Estaba de espaldas al puesto, cargando su compra, cuando escuchó la voz de Edelmira:
-¿Por qué siempre me deja más leche de la que le compro?-Sotirio sintió que un filo le abría la espalda y le arrancaba para siempre el anonimato de su cariño. En ese instante deseó que su jamelgo fuese un campeón arábigo para salir corriendo hasta el final de la calle, sintió su garganta seca y sus palabras se tropezaron hasta quedar convertidas todas en consonantes. Giró y vio el cuerpo musical dentro de ese vestido puritano. Tenía los brazos cruzados y su cabeza algo inclinada, lo miraba con sus pupilas infinitas y casi le sonreía con los ojos. Su pelo largo resbaló por su frente y tapo la mitad de su cara. Edelmira pasó su mano por su rostro como reprendiendo con dulzura su mechón de fuego nocturno. Sotirio balbuceó algunas palabras en griego. No le entiendo –continuó Edelmira- dígame, ¿por qué siempre elige las peores verduras, las frutas casi podridas, los charquis rancios y los Cochayuyos apolillados?
El griego sentía cómo se le coagulaban las piernas y los ojos se le convertían en esferas de arena.
—Se, se, señorita Urbina... me gusta... me gustan así las cosas, yo soy algo extraño, en mi tierra las cosas se comen así... no crea que yo... la carne seca y vieja se come con leche... es una comida típica... señorita Urbina-. Edelmira todavía estaba con sus brazos cruzados y sus labios comenzaron a contraerse formando una medialuna de marfil y pétalos rojos. Sonreía por primera vez desde que había llegado a Antofagasta. Miró la estampa del griego y era la misma figura de los pampinos reunidos hace cuatro años atrás en la plaza de Iquique; recordó la carreta que le sirvió para salir escondida debajo de unos sacos en vísperas de Navidad. No pudo evitar un estremecimiento cuando volvió a su presente los días en que estuvo oculta en el gremio de los panaderos. Su rostro se endureció inevitablemente mientras la estampa de Sotirio se convertía en nebulosa y volvían a empujones las imágenes de las metralletas recién estrenadas por el ejército, los cuerpos remachados al suelo por la muerte convertida en ráfagas y la humanidad de su esposo entremezclándose en el anonimato de los salitreros que esparcían su existencia en las calles del puerto y en la escuela Santa María.
Edelmira Urbina tenía sobre su vista un velo de nubes saladas y por sus mejillas se licuaba la escueta alegría que sólo algunos segundos antes se había reconciliado con su rostro. Sentía una madeja de cardos en su pecho; la soledad de noches jóvenes, el amor perdido en la agonía de una huelga, todos los inviernos de luto entumecido y ahora, de una forma extraña y placentera, la hombría cruda del griego con su rostro de niño castigado le devolvía su pasado comprimido en un golpe voraz y definitivo.
Sotirio sintió que un maremoto amargo barría con sus más sinceras fantasías; tuvo la certeza de que nunca pasearía por la plaza un domingo por la mañana con Edelmira aferrada a su brazo y que las miradas de envidia de sus paisanos se convertirían en burlas paganas. Casi no pudo contener la pena transformada en una nuez que le cruzaba la garganta al darse cuenta que esa piel de fécula perfumada nunca lo despertaría de los ruidos de sus sueños. El pobre griego miraba incrédulo como Edelmira contraía su llanto en voz baja, intentó acercársele para tomarle ambos brazos, pero el gesto repentino se convirtió en una estrategia torpe y descoordinada que reprimió rápidamente y se quedó con sus manos de gorila extendidas frente a ella.
Ambos parecían piezas de ajedrez imposibilitadas de continuar moviéndose. En ese preciso momento, Sotirio izó su convicción hasta lo más alto de su cordura y en un arrebato de escaramuza habló tan rápido como le permitió su castellano maltratado.
—Señorita Edelmira, yo la quiero mucho, se lo digo desde aquí—tocándose el pecho con las dos manos, ¡la amo!.
El griego la contempló con toda la dulzura que podía gesticular bajo sus cejas enmarañadas, convencido de que su amor se convertiría en una epidemia de ternura que contagiaría indefectiblemente a esa mujer perdida entre sus fantasmas indestructibles y sus ánimas de confusa buenaventura. Acercó, despacio, su humanidad de rinoceronte a la frágil estampa adolorida de Edelmira quien en un suave movimiento cruzó sus manos sobre sus muslos, se encorvó levemente y bajó su cabeza alejándose de sotirio.
El griego no supo qué hacer; tanto tiempo de procesión hasta ese almacén contraído entre la tierra y el ruido de la calle. Tantas mañanas llenas de fe esperando el milagro de una palabra distinta, de un gesto vago e indescifrable que le hubiera permitido elucubrar alguna pequeña ronda de gozo. A desprecio de su estigma de inmigrante tardío experimentó la apatía del destiempo, maldijo su paciencia de abandonado sin opción mientras fruncía el ceño de pura pena y apretaba su mandíbula para que no se escapara alguna apelación sin esperanza.Sotirio Tatanópulos tomó las riendas de su caballo, se ubicó frente a su carreta y comenzó a caminar calle arriba. Avanzaba como el único sobreviviente de una legión derrotada en tierras extrañas. Su tristeza se solidificó en todo su cuerpo al pensar que esa mujer, que le había hecho perder el sinsentido a sus días de lechero peregrino, ni siquiera sabía su nombre, que —en realidad— sólo fue uno más de los despreciados que perdió el rumbo cuando pasaban frente a Edelmira.
Sus pasos se coordinaban con los del caballo en un solo casqueteo Sobre los adoquines. Algunos metros más adelante se percató, en forma incrédula, que la silueta de su venerada almacenera detenía la marcha de la carreta tomando las riendas del caballo muy cerca del hocico. En su otra mano traía una mata de zanahorias frescas y lustrosas, tomo una y se la ofreció al animal.
—Yo lo he visto cuando usted le da comida después que se va-.Acarició suavemente la cabeza del caballo y miró al griego pasmado con sus ojos de almendra aún húmedos por los recuerdos.
-No se olvide de la leche de mañana, si quiere puede venir más temprano-.Edelmira caminó hacia la esquina de su calle. Su vestido se movía alegremente mientras limpiaba, con su sombra de medio día, las huellas de la pena del griego sobre las piedras gastadas.
Sotirio se montó en su carreta y chasqueó con mesura las bridas. Cuando estaba por doblar hacia la última calle, comenzó a tararear espontáneamente la misma melodía que cantaban sus compatriotas el día que salieron de Naxos para cruzar el Atlántico. Los choques que producían las tinajas vacías sonaron a suspiros y vítores.

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